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EL TOTALITARISMO RELIGIOSO.

Durante las edades oscuras, en Occidente, vida civil y religiosa estuvieron separadas, pero conforme fueron superándose las condiciones iniciales, despuntó una vida cultural capaz de replantearse el gran ideal imperial primitivo, aunque con la tragedia -para la libertad- de que el Imperio había terminado, como en su oportunidad vimos, en una concepción totalizadora de la sociedad ("un Imperio, una lengua, una religión"), suplantando por el centralismo imperial el primigenio concepto de una federación de ciudades-estado. El ideal que entonces Occidente perseguirá de nuevo, será el de de esa institucionalidad totalizadora, más aceptable al espíritu del hombre ahora que el totalitarismo era en nombre del pontífice y no del emperador. Esto no se convertiría en una realidad, salvo los escarceos carolingios, porque las condiciones históricas no lo permitían, todo lo contrario, produjeron un desmenuzamiento social, el nacimiento del feudalismo; pero conforme este se disolvió, renació el ideal totalitario, principalmente en la Iglesia romana que sistemática y pertinazmente trató de plasmarlo del 1000 al 1500, para lo cual intentó centralizar y homogeneizar la vida religiosa, pasando de la piedad espontánea y natural al hieratismo.
Pronto la espontaneidad de la libertad cristiana fue vista como error, porque estorbaba el nuevo ideal totalitario, fundado no en la comunidad devocional sino en la verdad religiosa, que ascendió a valor religioso supremo, en razón de que, por estar la verdad determinada por la congruencia, es naturalmente centralizable, codificable, encasillable; no así la caridad, que es multiplicidad, inefalibilidad e ininteligibilidad, variopinta realidad del mundo, en lugar del ordenado reino de los entes de razón, con sus verdades convincentes y definitivas, siempre predecibles. La religión occidental adquirirá así, más y más, las características de racionalidad, y perderá, más y más, las de misticismo.

EL TOTALITARISMO RELIGIOSO.

Los primeros cristianos poco pensaron en organizar una iglesia, una institucionalidad religiosa, convencidos como estaban de la parusía, de que Cristo vendría muy pronto. Con la oficialización imperial de la Iglesia esta se mundanizó y se institucionalizó, para ser una congregación para siempre, eterna como el Imperio; esto produjo una crisis religiosa, por la secularización eclesiástica. Los movimientos monásticos (tanto los de ermitaños, como los cenobios o monasterios) fueron la reacción natural de quienes deseaban vivir la vida cristiana en todo su rigor: castidad, pobreza, vida en común (comunismo), separación del mundo y, en fin de cuentas, dedicar la vida a solo lo que era importante. Los movimientos monásticos fueron más importantes en Occidente que en Bizancio, pues casi toda la vida cristiana occidental (por lo menos la institucional) se daría en los monasterios, preponderantemente benedictinos, donde florecerían también la vida intelectual y las más importantes empresas agrícolas e industriales; los monasterios fueron iglesias, gobierno, escuelas y centros de la revolución agrícola y artesanal, además de centros del renacimiento eclesiástico y religioso.
Cristo terminó por ello siendo considerado conforme al ideal monástico, como un monje rector del universo. Y la normativa cristiana se convirtió en una dicotomía: el cristianismo común, lo que era necesario cumplir por todos para lograr la salvación, y el cristianismo monástico, una vida de perfección dedicada a obras supererogatorias, más allá de lo obligado, y que permitiría, por los méritos con que sería premiada, la salvación del mundo, de los otros hombres, gracias a que con sus méritos los monjes acumularían un tesoro transferible, sobre el que podrían girar los demás, aquellos cuyas órdenes de pago no tuvieran respaldo suficiente para ser honradas: como estos sobregiros eran considerados lo normal entre el pueblo cristiano, pues todos se sentían carne de infierno, los monjes resultaron los financistas espirituales de toda la Cristiandad, la cual utilizaba los fondos sobrantes del tesoro monacal, a cambio de las limosnas donadas a los monasterios. El monje acabó siendo santo, y rico en bienes del mundo, con lo que declinó su asceticismo y cayó en la trampa que le estaba tendiendo su propio éxito espiritual: a la postre el monasticismo se corrompería y tendría necesidad de una reforma a fondo.
Al principio no fue así. El monasticismo se apoderó de la Iglesia romana y de la Europa cristiana a partir del siglo XI ylas transformó a fondo, sobre todo por obra de un gran monje reformador, Hildebrando, consejero de los papas por 25 años y Papa, con el nombre de Gregorio VII, en 1073.
Gregorio no fue un caudillo político, como usualmente lo presenta la historia profana, más interesada en sus litigios con el Emperador que en su reforma eclesiástica; fue un reformador religioso, que combatió contra todas las lacras eclesiásticas de su tiempo, sobre todo contra los abusos de las investiduras (derecho del Emperador -del poder civil- de nombrar a los dignatarios eclesiásticos), que había resultado en una privatización de la vida religiosa, ya que los sacramentos y los servicios religiosos eran propiedad de los señores feudales, del poder civil, lo que mediatizaba la religión. Hildebrando, nacido y educado en Italia pero que residió por mucho tiempo en monasterios norteños, fue la eminencia gris del Papa León IX, formando parte del grupo de monjes norteños decididos a reformar a la Iglesia, para que clero y pueblo cristianos vivieran conforme al Evangelio.
La reforma de Hildebrando, como papa Gregorio, siguió los pasos de la iniciada -hasta entonces sin éxito- por los monjes de Cluny, e intentó acabarcon la simonía (acceso a las dignidades eclesiásticas, comprándolas), y con la licenciosa vida del clero, en concubinato o en matrimonio en lugar de como célibes; pero no tuvo mayor éxito, pues la mayor parte del clero continuó viviendo en concubinato, ni contó con apoyo entro los obispos, muchos de los cuales eran simoníacos, pues habían comprado sus sedes. Se preocupó asi mismo por uniformar la liturgia de la Iglesia occidental.
Por lo que más se le recuerda es por su lucha contra el Emperador (Enrique IV) sobre las investiduras, y la famosa visita a Canossa del Emperador para hacer penitencia y dar testimonio de la supremacía de Roma. Muy espectacular triunfo, pero para lograrlo hubo de ceder en muchas de sus pretensiones y aunque el poder civil renunció al derecho de investidura, conservó privilegios suficientes como para que, de hecho, la Iglesia le continuara sujeta. Del Cisma de Occidente (1054) a los albores de la Reforma (1516)
De Gregorio VII a Erasmo de Rotterdam.



San Gregorio VII (1020-1085)