LA CONTRARREFORMA. Del Concilio de Trento (1563) a la Paz de Westfalia (1648)

ANTECEDENTES Y SIGNIFICACIÓN DE LA CONTRARREFORMA.

La Iglesia Católica comenzó la reforma religiosa, antes que la misma Reformación, pero no logró ponerla en obra, sino que se convirtió en Contra-Reforma. Ese apelativo en gran medida hace justicia a los hechos, pues la Iglesia romana en lugar de reformarse, más pensó en combatir a las iglesias protestantes, a la Reforma o Reformación, que en hacer renacer el espíritu cristiano; pero así como lleva razón, también se equivoca, porque la reforma eclesiástica lograda a partir del Concilio de Trento es impresionante y ciertamente más profunda que la protestante, aunque, tanto como la protestante, se equivocó en lo principal y se quedó en lo accesorio: como tantas otras veces en la historia de la cristiandad se olvidó que el combate contra el mundo, es para salvar al mundo, no para vencerlo.
La significación de la Contrarreforma estará dada por el Concilio de Trento, que condicionaría la vida cristiana romana por cuatro centurias, a tal punto radical que demuestran que en la Iglesia tradicional había, subyacía, un espíritu de reforma pujante y fecundo, de otra manera, habría sido un concilio más, a lo sumo más minucioso y erudito; pero no, la vida de la Iglesia tradicional, del catolicismo, se renovó, tanto en el clero como en el pueblo y el cristianismo floreció como quizás en ninguna época anterior. Los movimientos de clérigos regulares, por ejemplo, y en especial los jesuitas, dan muestra de una religiosidad renovada y que aparta de ella muchas de las adherencias monásticas y de las órdenes mendicantes, para injertarse más profundamente en la vida del pueblo y vivir el cristianismo con el pueblo; de donde se difundirá el hábito de la oración cotidiana, no ritualística sino reflexiva, contemplativa, con énfasis en la meditación, el examen de conciencia, la participación en la liturgia y las manifiestación concretas de obras pías para con los débiles, los enfermos, los abandonados. Ciertamente la interiorización de la vida espiritual del pueblo minuto no será tan profunda como entre los protestantes, ni el hábito de lectura, y la consiguiente alfabetización, cundirán como entre ellos (por ejemplo, Calvino instituye la enseñanza primaria universal y obligatoria en Ginebra); pero los pasos dados por la Iglesia católica son inmensos y meritorios, considerada la situación de que partía: también los católicos, muchos de ellos y casi toda la clerecía, alcanzó una intimidad con la sagrado, que anteriormente se había dado solo en casos excepcionales. Pero, con todo, se abandonaba lo principal.
De lo que más necesitaba la cristiandad europea era de tolerancia, el no separar y excomulgar al disidente, el definir cuanto menos fuera posible a fin de que encontraran cabida en la casa del Padre la multitud de los hombres, y no solo poquísimos elegidos. Este era el programa erasmiano, y también el del Emperador Carlos V quien, impulsado por el interés de evitar la escisión de los pueblos alemanes una y otra vez urgió a Roma que llevara a cabo, cuanto antes, una reforma de las costumbres, lograda la cual, el Emperador estaba seguro, cesaría la presión de los disidentes, que volverían al redil y abandonarían sus desvaríos doctrinarios. Estas voces, las de los teólogos y los políticos, fueron desoídas por Roma, que se hallaba (aún se halla) en una tessitura maniquea y, en lugar de procurar definir lo menos posible, se empeñaba en definir hasta el exceso, convencida de que la ley suprema de la religión es la verdad, no el amor. Cristo, es evidente, ha dicho Yo soy la verdad, pero no es tan claro que esto implique la verdad es Yo. La escolástica medioeval lo entendió de esta última forma, por lo que la religión, y por ende Cristo, pasó a comprometerse con la ciencia, la técnica y la filosofía. Por ejemplo, en lo que se refiere a la teoría de la Eucaristía la Iglesia católica insistió (e insiste aún) en la llamada teoría de la transubstanciación, que el pan muda de esencia, que pasa a ser la del cuerpo de Cristo, pero no de accidentes; para entender y aceptar esto hay que entender y aceptar la metafísica aristotélica, tal y como la modificaron los escolásticos. ¿Por qué deberá un cristiano perder la comunión con sus hermanos, si es que fuese de la escuela de Platón, en vez de la aristotélica? ¿Por qué habría de hacer guerra a un luterano, que creyese en la doctrina del empanamiento del cuerpo de Cristo, subsistiendo ambas esencias en la hostia consagrada? ¿Por qué diferencias filosóficas o intelectuales han de llevar a la condenación eterna?
Los fundamentos de estos absurdos contra la tolerancia, los podemos entender o entrever analizando las vicisitudes de las sectas socialistas en nuestro siglo y el pasado: por un lado el socialismo científico, que todo lo define y predispone, y por otro los despreciados socialismos utópicos, que son solo inmensa apertura del sentimiento para alcanzar la igualdad. En trampa similar cayó el cristianismo.
Las iglesias protestantes hicieron, al menos teóricamente, todo cuanto fué posible para simplificar la religión, para librarla de las adherencias y excrecencias recogidas del mundo y la cultura, y esto lo llevaaron a cabo mediante uno de sus principios fundamentales, el de que Dios no se nos revela sino en lo que concierne a nuestra salvación (cfr. Chaunu, "The Fate of Reformation" en The Reformation, p.283). Pero la Iglesia católica, al arribar a Trento, se tocó y se sintió cristianismo científico y los descarriados protestantes fueron condenados como cristianismo utópico, la verdad fue elevada a valor supremo de la religión, con lo que ella quedó encadenada a la metodología, la teología de corte filosófico, y no a la visión mística: este garrote cientifista, filosofante, teologizante, haría que la tolerancia no encontrara lugar en el seno de la cristiandad latina, que sería dividida abismalmente, por la verdad, en los cuatro siglos siguientes.
Pero no solo en lo doctrinal perdió la Iglesia católica la oportunidad histórica, también en lo organizativo: aquí fue devorada por la tentación del absolutismo, que era la ley imperante en el siglo y que ella acogió con magnanimidad, aunque le devorara las entrañas; el gobierno eclesiástico católico abjuraría en la práctica de todas las tendencias conciliares y se cimentaría sobre una autocracia inflexible, el Papa como monarca absoluto. Tan así que después de Trento habrán de pasar cuatro siglos para que sea convocado otro concilio, el cual se reúne, en realidad de verdades, porque el autócrata desea vigorizar más sus privilegios, declarando su infalibilidad, lo que no se atreve a hacer sin el respaldo conciliar ecuménico (Concilio Vaticano I, 1869-70).
La Providencia o la historia, pondrán coto a este rumbo descarriado por mano de Giuseppe Garibaldi, quien, al invadir los Estados Pontificios, pone fin al Concilio Vaticano I, estrangulando el enrumbamiento absolutista de la Iglesia católica, pues, al perder el Pontífice sus prerrogativas de monarca absoluto, retomará fuerza el ideal abandonado en Trento, la unidad con los cristianos, y el gobierno con los obispos, el conciliarismo, que florecerán en el Concilio Vaticano II (1962-5).