AGUSTÍN DE HIPONA.

Agustín (354-430), hijo de padre pagano y madre cristiana, obispo de Hipona, Santo y Padre de la Iglesia, fue no sólo una de las mayores mentalidades y más influyentes personali dades del cristianismo occidental, sino el pensador que, junto con Pablo, ha gozado de mayor ascendiente sobre la religiosidad cristiana. Además de ser pensador sublime y original, dominaba la lengua latina y la retórica con tanta maestría, que nada tuvo el cristianismo latino que envidiar al griego después de él.
No todos aceptan la creatividad y originalidad de Agustín sin más, sino que muchos lo adversan radicalmente, por ejemplo, Johnson (pp. 112 y 113) afirma:
La historia pudo haber sido diferente. Había elementos en la cristiandad a inicios del siglo quinto que se esforzaban en crear una cultura propiamente cristiana, conforme a los dictados de Orígenes. Su fracaso y destrucción fueron principalmente obra de un solo hombre, quien llevó a sus últimas consecuencias las tendencias implícitas en las concepciones de Ambroso y Jerónimo. Agustín fue el genio sombrío de la cristiandad imperial, el ideólogo de la alianza Iglesia-Estado, y el autor de la mentalidad medioeval. El primero después de Pablo, quien suplió la teología básica, fue, más que cualquier otro, quien dió forma al cristianismo... Durante mil años Agustín fue el más popular de los Padres; las bibliotecas de la Edad Media tenían más de 500 manuscritos completos de su Ciudad de Dios, de la que hubo 24 ediciones impresas entre 1467-95. Sobre todas las cosas, Agustín escribió sobre él mismo: publicó sus llamadas Confesiones en el 397, dos años después de ser nombrado obispo. Era un egoísta tremendo: es característico de él que su autobiografía espiritual hubiera sido escrita en la forma de un gigantesco discurso a la divinidad.
Y también nos dice Johnson, al referirse a la justificación agustiniana del uso de la violencia pública para atraer a la gente a la verdadera fe (p. 117):
Aquí, articulado por vez primera, el llamado de la Iglesia persecutora a todos los elementos autoritarios de la sociedad, en verdad de la naturaleza humana. Ni Agustín se limitaba a obrar sólo a nivel intelectual. Era un obispo eminente, que trabajaba activamente con el Estado para imponer la uniformidad imperial... Agustín modificó el punto de vista de la ortodoxia respecto de las divergencias religiosas, en dos ideas fundamentales. Primero,... por la justificación de la persecución constructiva: la idea de que el hereje no debía ser expulsado sino, contrariamente, obligado a retractarse y conformarse con la fe, o ser destruido "Constríñelos a estar dentro". Su segunda contribución fue todavía, en alguna forma, más siniestra, púes implicaba la censura constructiva. Agustín creía que era obligación del intelectual ortodoxo el identificar la herejía incipiente, traerla a la superficie y exponerla, y así forzar a los responsables de ella a abandonar su orientación intelectual o aceptar el status de herejes.
No obstante esta su vocación de "martillo de herejes", su pensamiento fue una fusión del platonismo y la fe cristiana, siguiendo en lo filosófico la corriente neoplatonista, fundada por Plotino (205-270), filosofía que mantuvo su vigencia, en gran parte gracias a Agustín durante la Edad Media, el Renacimiento protestante y hasta nuestros días. Comenzó como maniqueo, siguiendo las enseñanzas de Mani, tal como se difundieron en Occidente, de dos principios originales, el bien y el mal, correspondiendo al principio bueno lo espiritual y al malo lo material, por lo que el creyente debía llevar una vida ascética, de castidad total (Agustín, que vivía en concubinato en este período, perteneció a los grados inferiores, los "oyentes", a quienes les era consentido, por su atraso espiritual, el matrimonio). Se desencantó de la secta, por no poderle contestar sus sacerdotes adecuadam ente las dudas que planteaba.
A los 28 años de edad dejó Cartago, donde enseñaba retórica, para ir a enseñarla a Roma; acabó con un puesto oficial de profesor de retórica en Milán, sede entonces de la corte imperial de Occidente; Ambrosio era el obispo y oyendo sus prédicas comenzó a respetar intelectualmente la fe católica. Probablemente Ambrosio fue quien lo puso en contacto con el pensamiento y los escritos (contenidos en 6 libros denominados "Las Eneadas", editados por Porfirio) de Plotino. La filosofía de este pensador es, contrariamente al maniqueísmo, de un monismo estricto: existe una única realidad y el universo es una emanación, por refulgencia, de esta realidad única, de donde todas las cosas provienen: la emanación primera o inicial es el Nous, el reino de las formas de Platón, la segunda emanación es el Alma del Mundo, el principio de la vida y la inteligencia activa, que origina los patrones de la creación del mundo en el tiempo-espacio, el cuerpo del Alma del Mundo es, precisamente, el mundo, siendo la última emanación la de la materia informe, la materia misma en cuanto tal, es lo más cercano al no-ser; el mal en el mundo y en el hombre es un concomitante del principio material: el sistema neoplatónico es una "vía espiritual", un método para llegar a la unión con la divinidad, el hombre, un compuesto de espíritu y materia, se halla -por así decir- en una situación inestable, de la que debe liberarse por la contemplación, intelectual y espiritul al mismo tiempo, que puede requerir más de una vida.
En el 387 Agustín fue bautizado por Ambrosio de Milán y partió de regreso a Tagaste, su lugar nativo en Africa del Norte, -Mónica su madre, que lo acompañaba, murió en Ostia antes del viaje-, en Africa vivirá en comunidad religiosa con amigos suyos, dedicados a la vida contemplativa; en el 391 fue obligado a tomar órdenes y a ser obispo coadjutor del de Hipona, Valerio, a cuya muerte (396) Agustín ocupa el cargo, que desempeñará por el resto de sus días, hasta el 430.
En 390-1 escribió su primera obra De vera religione, un tratado en que la religión cristiana es entendida al modo neoplatónico.
Agustín no fue un teólogo sistemático: su pensamiento está contenido en múltiples ensayos y cartas, casi todo motivado por consultas que le hacían desde todas las iglesias. Sus escritos contra los herejes (maniqueos, donatistas, pelagianos) son extraordinarios, pero donde mejor se nos muestra, como maestro de la cristiandad, es en sus comentarios a las Escrituras, especialmente de los Salmos, y del Evangelio y I Epístola de Juan. Sus obras más conocidas por el público general son dos libros de influencia inmensa hasta nuestros días: La Ciudad de Dios contra los Paganos y Confesiones.
Su pensamien to religioso puede resumirse en que a Dios lo encontramos y conocemos contemplando nuestra propia realidad, que es su imagen; nuestro propio ser (en cuanto ser, pensamiento y voluntad) refleja, como en imagen -borrosamente, entre sombras-, la realidad del Dios triuno. En el terreno estrictamente filosófico, mantuvo posiciones originales en su teoría del universo, del conocimiento y de la ética. Respecto del universo sostuvo que todo lo que es, en cuanto es, es bueno por ser "la voluntad de un Dios bueno, el crear cosas buenas" (Ciudad de Dios, xi, 21). Los grados de bondad son grados de ser y una cosa es tanto más buena cuanto más es; por ello hasta la materia informe es buena, pues Dios la hizo y a mantiene en existencia: el mal no existe, puesto que todo es bueno, y lo que conceptuamos como mal es la ausencia de un bien debido. En lo que hace a la teoría del conocimiento afirmó que el conocimiento no puede venir de fuera, sino de la propia mente (quien nos enseña sólo nos hace patente, nos apercibe, hace que nos percatemos de lo que ya sabíamos): el pensador no construye la verdad, la descubre, y esto es posible porque existe un maestro interior, Cristo, el Logos divino que nos ilumina. Su ética predica que el logro de la felicidad es un deseo humano universal: el cosmos está adecuadamente ordenado, en modo tal que los grados del ser son también los del valer y dentro de este orden universal, el orden moral consiste en establecer el orden correcto, mediante la subordinación de lo más bajo a lo más elevado en la escala del ser: el cuerpo subordinado al espíritu y el espíritu a Dios. La felicidad consiste pues en aceptar voluntariamente el lugar que corresponde a cada quien en la creación, lo que alcanzamos conociéndonos a nosotros mismos; en su refutación del escepticismo, y aplicando su regla sobre la reflexión interior y conocimiento de uno mismo, anticipó el cogito, ergo sum de Descartes, con su si fallor, sum (si yerro, existo), apotegma con el cual afirmaba la inexorabilidad de la verdad, pues si dudo, seguro estoy de la verdad de que dudo, luego es imposible una duda universal, pues siempre habría al menos una verdad: si fallor, sum, y así como no puede dudarse de la verdad, tampoco del bien o la belleza.
En sus polémicas con los heterodoxos, determinó, por su poderosa inteligencia y religiosidad, la que sería la posición de la ortodoxia. Los donatistas pretendían que los sacramentos recibidos de ministro indigno no tenían eficacia, y Agustín les respondió con su teoría de la actuación del sacramento por su misma virtud y no la del ministro, ex opere operato, pues la eficacia del sacramento no viene del ministro, del vector, sino de Cristo. Enfrentado a las doctrinas de Pelagio, para quien el pecado existía en virtud de una libre elección del hombre, y por lo tanto nacemos sin pecado (negación del pecado original) y además podemos ser naturalmente rectos, sin necesidad de la gracia de Dios, Agustín defendió la creencia tradicional en el pecado original, que se transmitiría por la generación -que implica una situación incontrolable por el espíritu, por su inmenso contenido pasional-; pero fue más allá, afirmando que, roto el orden moral por el pecado, al hombre no le es ya posible restablecerlo por sus propias fuerzas, pues aunque conozca el bien es incapaz de seguirlo por sí mismo y requiere del auxilio divino (la gracia) para restablecer el orden perdido: Cristo no nos trajó una iluminación, como afirmaban los pelagianos, sino que es redentor indispensable. El hombre no es atraído, pues, al bien en cuanto lo percibe, sino que la gracia de Dios es la que nos arrastra al bien: de aquí que unos hombres estén predestinados a la salvación, que es un don de Dios, y otros a la condenación, por ser el bien inalcanzable a la sola naturaleza humana; consecuentemente, "fuera de la Iglesia no hay salvación" y es lícito hacer violencia a los hombres, incluso mediante fuerza bruta, para llevarlos a la recta senda, doctrina con la que allanó el camino a todas las crueldades que el cristiano ha inflingido al cristiano, en nombre del amor cristiano. Tanto su doctrina de la predestinación, como la de la conversión por medio del terror, informarán el pensamiento de todas las facciones cristianas desde sus años hasta nuestros días.